domingo, 1 de febrero de 2009

Víctor Pradera, 89 - (4)

Marino sabía lo que hacía cuando me llamó. Conocía mi interés por empezar a trabajar pronto, en la calle, fuera de los despachos y alejado de la burocracia de las comisarías y del Ministerio de la Gobernación. Éste, bajo la batuta de Camilo Alonso Vega, se había convertido en una sucia cloaca, complicada para un joven oficial de policía recién ascendido a subinspector y sin padrinos de fiar en el Cuerpo.

Se había retirado Marino prematuramente, como Comisario Principal, oficialmente por problemas de salud, aunque todo el mundo sabía que había algo más. Nunca quiso contármelo, pero era cuestión de tiempo. Su afición por el whisky le hacía presa fácil, aunque no infravaloraba su resistencia: había pasado por todo tipo de maltratos, vejaciones y torturas en la guerra, que le habían marcado para siempre. Llego incluso a estar dos años en la División Azul, lo que no hizo más que empeorar las cosas. Tardó en recuperarse de esta experiencia, según me contaba mi padre del que era íntimo amigo.

Recuerdo como cuando era niño venía de vez en cuando por casa. Nada más entrar por la puerta me dejaba la placa para que se la limpiase. Cuando fui creciendo, era la pistola lo que me confiaba. Yo me sentaba a escucharle mientras contaba a mi padre, y a mi madre que no perdía ripio mientras planchaba, los casos en los que estaba metido. Viajaba mucho a las Vascongadas, normalmente en el expreso de Irún. Un tiroteo en Valencia, un robo en Teruel, un recorte de periódico que hablaba de él, según nos contaba, pero sin mentarle claro...

Llegó tarde a La Comercial, es verdad, pero no me importó. Comenzaba a sentirme a gusto entre esas personas, entre las que me sentía absurdamente cómodo, sin saber realmente por qué ni a qué santo.

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